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miércoles, 4 de noviembre de 2009

Para una poesía de restauración y repliegue en la época de inmediatez de contenidos de lenguaje.

Qué diablos puede hacer la poesía como la entendíamos en estos tiempos de inmediatez de contenidos de lenguaje. Cómo sobrevive la poesía, con su natural capacidad de conjurar lo sagrado y lo cotidiano, en momentos en que al parecer todo el lenguaje que se intercambia en la World Wide Web tiene esa capacidad. Cómo distinguir la poesía de la simple anécdota, la literatura del registro. Lo que no puede el estilo, la eficacia de la afirmación, como diría Shaw, aparentemente si puede la inmediatez.
La única forma de sobrevivir, sostendrán algunos, es descoyuntando todas nuestras definiciones. Atizar la quema de los últimos lindes que quedan por derribar, para dejar el páramo vacío libre de todo molesto e inutil sentido, disponible a toda clase de fuerzas ciegas, provengan de donde provengan.
El otro camino me temo es mucho menos tentador y algo más exigente; el de la restauración y el repliegue. Aquella peligrosa tarea de la edificación bajo el bombardeo, cavando para aquellos que prefieren el refugio al hipnótico estallido de las bombas, sedazo en mano, separando la paja del trigo, creyendo en las bondades de la la harina.
Porque las propiedades de la buena poesía siguen intactas. Como esa madera sumergida que después de muchos años logra auto protegerse de la humedad para secar y convertirse en la mejor y más valiosa de todas. Como un secreto mecanismo de precisión donde el lenguaje y sus fragmentos se abren de vez en cuando y nos ofrecen toda su capacidad de enunciación y afirmación, su mayor virtud: el almacenaje de sentido.
Pués bien, en tiempos más bien hostiles de asedio y sobre utilización del lenguaje propongo el repliegue. La vuelta a las catacumbas renunciando finalmente a ese utópico mundo masivo de los lectores de poesía, la acuciante tarea pedagógica de educación de las masas, que por ilusoria y tentadora me temo que es impracticable.
Se trata de cercar, amurallar, replegarse, cavar, edificar, deslindar terrenos, cotos de caza, diques, hijuelas de agrado, de esparcimieto si se quiere, o por que no torres, no de marfil, sino de piedra austera, donde el lenguaje aún pueda sustituir por unos segundos al silencio, lejos de la inmediatez y la hojarazca, almacenando todo el sentido posible, enunciando con eficacia el fenómeno, de espaldas a las modas y usos prefabricados, utilizando todas sus capacidades de representación y evidencia, su potencia musical y estética capaz de dar testimonio del vapuleado espíritu del hombre. Y si este camino significa quedarnos solos, pues bién, que así sea.


Marcelo Guajardo.

Ineficacia Contenidista

En torno a algunas desafortunadas tendencias
en la poesía chilena escrita en la actualidad.
Los mismos majaderos que se esfuerzan en encontrar nuevas fórmulas para sus explosivos, nuevos mapas de un territorio que, a su juicio, merece ser dinamitado, nos sorprenden de tanto en tanto con largos artefactos contenidistas, obstinados esfuerzos por una tabula rasa, maquinaria de pavimentación. No nos hemos librado por desgracia de la negativa influencia de cierto mote de larga data en la poesía chilena, la tarea tan insólita como impracticable de “Entender Chile”. El megarelato campea alentado por los exitosos códigos del pasado repetidos por tedio, desesperanza o simple sonambulismo político. El resultado: libros de poesía que no se dejan leer, altaneros, autocomplacientes, enclaustrados y mudos. No es contenido lo que hay allí sino contenidismo hipertrofiado, recargado con yunques emotivos, ojivas sicológicas intolerables, postsurrealismo reciclado, agujeros negros ávidos de energía, terca predilección al caos, hipnótica promesa de vanguardia. Una triste descoyuntura que estamos obligados soportar, porque es el signo de los tiempos. Hay demasiada confianza en la poesía y lo que es peor nada de sospecha. Cierta ética torcida de una clase de poeta demasiado obnubilado con sus limitadas capacidades, que toma en sus manos el futuro, el dolor y el lenguaje con una desfachatez que irrita, sin la más mínima intención de poner en común nada con nadie. Son malos tiempos para la poesía. Y me temo que no veremos por un buen rato algo de su bella y silenciosa fuerza transformadora. No por lo menos con esta bullanga.
Marcelo Guajardo.